La tragedia se ha asumido en una doble acepción en nuestro horizonte de comprensión: por un lado, como fenómeno expresivo del mundo griego fundamentalmente-, que se arraiga en las variaciones que el antiguo ritual dionisiaco sufrió a lo largo del tiempo (del siglo VI al V a.C) y cuyo despliegue alcanza su apogeo en las figuras de Esquilo, Sófocles y Eurípides (siglos V y IV a.C); tragedia que señala la relación con el destino, con la ananké y la tijé, y que olvida paulatinamente su carácter religioso para hacerse cada vez un expresión de las ambigüedades humanas, de su desolación y de su condición de ser inerme ante el mundo; tragedia, por último, que en el tránsito hacia el mundo latino y sobre todo, con el arribo del cristianismo, entra en franco declive y es sustituida tanto por espectáculos con una visión dramática del mundo, en donde la culpa, la responsabilidad y hasta el pecado, entran como grandes motivos para explicar el devenir de los hechos y los personajes.
Empero, tragedia también es una forma de pensamiento, que sin duda se relaciona con el espectáculo trágico, pero que sobre todo, hace lugar en cualquier momento y por tanto, en donde se recusa esa visión dramática, causal y pecaminosa del mundo. Lo trágico por tanto, es algo que emerge en cualquier momento, cuando frente a lo que acontece se reconoce un cambio en la vivencia del tiempo, lo irremediable que comporta el acontecimiento, la presencia del azar, y por último, que obliga a reafirmar la vida, al margen de lo terrible que se perciba o viva en determinado momento. De esa vivencia trágica, la literatura y el arte, se han ocupado en distintos momentos; hasta el punto de que, bien podemos decir, que las obras que reputamos como las más significativas, lo son justamente, porque señalan ese carácter trágico de la existencia.
Ahora bien, a pesar de su constante presencia en el arte, lo cierto es que el pensamiento sólo se ocupó de ello muy tangencialmente; quizás, encontramos una consideración al respecto, en los que Clément Rosset caracteriza como pensadores antinaturales (Montaigne, Maquiavelo, Spinoza, etc.), en donde los privilegios humanos concedidos en una visión dicotómica de naturaleza y cultura- son puestos en entredicho, pero será el siglo XIX en parte con los románticos, y sobre todo con Nietzsche, en donde se instaura una verdadera reflexión sobre lo trágico. Bien podría decirse, que incluso, a pesar de las voces de Rosset en contra, muchos de los pensadores del siglo XX y XXI, son pensadores trágicos.
En este orden de ideas, es donde encontramos una necesidad de pensar las recurrencias de lo trágico ubicando una serie de elementos que no lo definen como tal, pero que sí sirven para caracterizarlo. Estos elementos podrían ubicarse de este modo:
1. Escenarios trágicos, no sólo porque se haga en un espectáculo teatral o porque tenga que ver con formas particulares de representación, sino porque lo trágico guarda un vínculo profundo con lo urbano. Por eso de la polis a la metrópolis, bien podríamos decir que lo trágico hace lugar, justamente porque lo urbano es lo aleatorio, lo irremediable y aquello en donde el destino despliega sus juegos. Si hay una proximidad entre la ciudad y sus formas de representación, éstas encuentran justamente en lo trágico su mayor posibilidad.
2. Lo trágico y lo técnico, entendiendo la técnica en un sentido amplio, en donde no sólo es la dimensión del objeto, sino la construcción de sujetos, inscriptos en el afuera, lo que determina la relación con lo trágico. No es fortuito, que en el tránsito del predominio de lo agrícola a lo artesanal, de éste a lo mecánico, y de éste a lo cibernético, en donde la dimensión trágica de la existencia se potencialice; de hecho, la desnaturalización que implican estos cambios, conlleva a la instauración de esta perspectiva vital.
3. Lo trágico y el cuestionamiento de lo divino, que se topa en distintos momentos, incluso en pensadores en donde ni siquiera existe sospecha de ateísmo o agnosticismo, sino de una profunda duda que alienta incluso, profundas consideraciones alrededor de sus creencias, como en el caso de Pascal.
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