La epilepsia se define, según el consenso de la Liga Internacional contra la Epilepsia (ILAE), y la Oficina Internacional de Epilepsia (IBE), como un desorden cerebral caracterizado por una predisposición duradera para generar crisis epilépticas y por las consecuencias neurobiológicas, cognitivas, psicológicas y sociales de esta condición.
La prevalencia de esta condición a nivel mundial varía entre 0,5 1% de la población general, y tiende a ser mayor hacia los extremos de la vida (McCorry et al., 2004). En Colombia según el estudio epidemiológico publicado en 2006, la prevalencia general de la epilepsia en el Colombia para este año fue de 1,1% (Vélez & Eslava, 2006). Sin embargo, autores en otros momentos han establecido que la situación actual del país, relacionada con violencia, falta de higiene, desplazamientos forzados, pueden ser factores de riesgo de daño cerebral y sugerir un valor más alto de la prevalencia calculada (Fandiño, 2004).
La condición, debido a sus manifestaciones, tiene un fuerte impacto sobre la calidad de vida del paciente, tanto en aspectos físicos, como psicológicos, éstos últimos pueden llevar a que las personas oculten su diagnóstico por temor al rechazo y la estigmatización social (Schachter, 2000; Oriqueta, 2002). Además, el impacto económico de la epilepsia es importante, como consecuencia de la pérdida de mano de obra y el uso incompleto del potencial laboral de estas personas (Vargas & Díaz, 2007).
Las crisis epilépticas, se pueden controlar con medicinas y técnicas quirúrgicas modernas en cerca del 80 por ciento de los casos. No obstante, el 20% restante seguirá teniendo crisis, a pesar de contar con el mejor tratamiento disponible. Los médicos llaman a esta situación epilepsia resistente al tratamiento o refractaria (Frazin, 2005).
El tratamiento de la Epilepsia se basa en los fármacos anticonvulsivantes, cuya efectividad depende del tipo de crisis a tratar y del paciente particular (hábitos de vida y adherencia al tratamiento) (Mc Corry et al., 2004; Lathers & Schraeder, 1995). No obstante, según la última guía de tratamiento para la Epilepsia, publicada por ILAE, solo existe evidencia suficiente para recomendar una terapia específica para el control de crisis parciales. Mientras que, la evidencia es insuficiente sobre la eficacia y efectividad de los anticonvulsivantes en el tratamiento de síndromes, como la Epilepsia Mioclónica Juvenil, haciendo más difícil la selección en función de la determinación del perfil riesgo beneficio de las intervenciones farmacológicas (Glauser et al., 2006).
Por lo anterior, resulta de sumo interés establecer estrategias que mejoren la calidad de vida de las personas que padecen epilepsia, no solo teniendo en cuenta las características del tratamiento farmacológico (farmacocinética compleja, estrecho margen terapéutico, perfil de toxicidad, etc.), sobretodo en el caso de los anticonvulsivantes clásicos, sino incorporando aspectos psicosociales del paciente, que usualmente se encuentran en un segundo plano en el tratamiento de los pacientes con epilepsia e insuficientemente estandarizados y utilizados (Oriqueta, 2002).
Dentro de las intervenciones emergentes en el ejercicio del profesional farmacéutico se destaca el Seguimiento Farmacoterapéutico, entendido como la práctica profesional en la que de forma interactiva los profesionales de la salud y el paciente detectan, previenen y resuelven problemas relacionados con la medicación (PRM), de forma continuada, sistematizada y documentada, para alcanzar resultados concretos que mejoren la calidad de vida del paciente (Bonal et al., 2002).
El proyecto que se describe a continuación propone la incorporación y estandarización de variables psicosociales y culturales al seguimiento farmacoterapéutico.
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