El 12 de noviembre de 2001 la gente de Caldono (Cauca), consiguió detener una toma de las FARC, y obligó a los guerrilleros a retirarse (...) El párroco, Jesús Ossa, y un grupo de indígenas del cabildo, comenzaron a arengar a la gente para que saliera a detener el ataque y rápidamente se juntaron más de 1.000 personas en la plaza (...) Quedó sugerido que en Colombia empezó a nacer una resistencia civil desarmada contra la guerra; una reacción popular espontánea (...) y los indígenas son la vanguardia de ese fenómeno» .
Estos hechos, junto a los ya ocurridos en Mogotes (Santander) desde fines de 1997, cuando, en resistencia respecto del ELN, se inicia el proceso de ¿Asamblea Municipal Constituyente¿, aunque no eran nuevos en la historia del actual conflicto armado colombiano (ya se ha señalado el caso del corregimiento La India en 1987, para no hablar de las denominadas ¿repúblicas independientes¿ de finales de los cincuenta y principios de los sesenta), llaman poderosamente la atención, porque constituyen un fenómeno de resistencia civil entendido como eje de una especie de política autónoma de defensa local que se estaría gestando en el país (autónoma en el sentido de que discurre al margen de las políticas de seguridad diseñadas por el gobierno central y sus fuerzas armadas).
Mirando más de cerca la noción de resistencia civil como forma de acción política, encontramos que, en esencia, es un fenómeno muy antiguo ; pero que, en cambio, el desarrollo de una reflexión sistemática alrededor de ella, por una parte, y su consideración como un componente puramente estratégico en el marco de una política de defensa, por la otra, son expresiones fundamentalmente modernas. En efecto, en lo que se refiere a lo primero, la comprensión de la resistencia civil como un método de lucha política basada en la idea de que el mantenimiento del poder político por parte del dominante depende, en último término, de la colaboración o, por lo menos, de la obediencia de la mayoría de la población, no aparece en la literatura política sino hasta mediados del siglo XVI, con el Discurso sobre la servidumbre voluntaria, de Étienne de La Boëtie. En dicho texto, La Boëtie hace una invitación categórica a la resistencia: «resolveos a no obedecer y seréis libres. No os pido que sacudáis o que derroquéis al tirano: dejad tan sólo de sostenerlo y, como un gran coloso al que le quitan el pedestal, lo veréis caer por su propio peso y hacerse pedazos» . A partir de allí, la idea es recogida por varios autores en textos que hoy por hoy son ya reconocidos como clásicos del tema y entre los que vale la pena mencionar: Investigación acerca de la justicia política, de William Godwin, Sobre el deber de la desobediencia civil, de Henry David Thoreau, así como los diversos escritos de León Tolstoy sobre desobediencia civil y no violencia.
De otra parte, hay que señalar que, aunque en las menciones hechas hasta aquí aparece de manera recurrente el tema de la desobediencia, la idea de resistencia civil como tal no se reduce a ella, sino que abarca una gama mucho más amplia de formas de acción que se suelen clasificar en tres categorías: protesta y persuasión (que incluye manifestaciones, huelgas de hambre y organización de peticiones); no cooperación económica, social y política (boicot, huelgas, jornadas de trabajo lento, desobediencia civil); e, intervención no violenta (ocupaciones, sentadas y creación de instituciones de gobierno paralelas).
El uso de este ¿arsenal¿ de instrumentos de resistencia civil, de otro lado, ha estado vinculado tanto a las luchas de los movimientos sociales como a las de los movimientos de independencia nacional. En el primer caso, se trata de las formas de acción utilizadas tanto por los movimientos de la clase trabajadora (con hitos muy importantes como las primeras manifestaciones urbanas, lideradas por el movimiento cartista inglés, o las primeras huelgas generales, como las ocurridas en Italia en 1904 o en Rusia en 1905, e incluso la propia Revolución de Octubre, la cual fue una combinación de huelgas, manifestaciones y amotinamientos), como por la primera oleada del movimiento feminista y, sobre todo, por los nuevos movimientos sociales contemporáneos (estudiantil, feminista, ambientalista, pacifista y, últimamente, el movimiento opuesto a la globalización neoliberal), alrededor de los cuales el fenómeno de la resistencia civil alcanza su mayor auge.
En cuanto a los movimientos de liberación nacional, se trata de una sucesión de luchas que incluye la resistencia húngara frente al dominio austriaco desde mediados del siglo XIX, pasando por la resistencia irlandesa respecto del Imperio Británico iniciada a fines de ese mismo siglo (la cual después derivó hacia procedimientos terroristas), hasta llegar al caso de la India bajo el liderazgo de Gandhi, como la expresión más acabada del uso de los mecanismos de la no violencia como arma política, con toda la influencia que tendrá en las movilizaciones sociales posteriores de los cincuentas y sesentas, comenzando por el movimiento por los derechos civiles de los negros en Estados Unidos.
A todo lo largo de este proceso, paralelamente, se va derivando hacia la concepción de la resistencia civil como fundamento de una posible política de defensa no violenta. Es lo que algunos denominan ¿defensa mediante resistencia civil¿ y otros ¿defensa social¿ o ¿defensa de base democrática¿, entendida como un conjunto de formas de acción no violentas para oponerse a la invasión, la ocupación, los golpes de Estado u otros tipos de ataque contra la independencia y la integridad de una sociedad. Desde el punto de vista de la práctica real, este concepto de resistencia civil como estrategia de defensa ha jugado un papel central, por ejemplo, en el diseño de la política de seguridad de los países bálticos luego de su independencia. Igualmente, ha sido objeto de consideración por países como Suecia, Noruega, Finlandia, Dinamarca y Holanda, los que han mostrado diferentes grados de interés al respecto (en especial durante la guerra fría).
Como tal, la discusión alrededor de este concepto se inicia con el libro The Power of Non-Violence, de Richard Gregg (1935), en el cual se plantea el argumento de que aunque no es factible acabar con la guerra, pues responde a una causalidad social concreta, en cambio sí es posible avanzar hacia un manejo creativo de los conflictos y, más específicamente, hacia la estructuración de un equivalente (político) de los métodos y objetivos militares. Ese equivalente político de la guerra estaría constituido por las formas de acción no violenta, las cuales incluyen la utilización de las virtudes militares (valor, disciplina y resistencia) y el empleo de la fuerza moral y psicológica, que es la que permite, siguiendo a Clausewitz, no sólo levantar la moral y alcanzar la unidad de las propias fuerzas, sino concentrar la fuerza en el ¿centro de gravedad¿ del adversario: su moral. A partir de allí el tema ha sido tratado por múltiples autores contemporáneos, como el norteamericano Gene Sharp (The Politics of Nonviolent Action y Making Europe Unconquerable), los británicos Bart de Ligt (The Conquest of Violence) y Adam Roberts (The Strategy of Civilian Defense: Non-Violent Resistance to Agresion), el noruego Johan Galtung (Peace, War and Defense) y el aleman Theodor Ebert (Por una política de defensa de base democrática), entre muchos otros.
Ahora bien, en cuanto la defensa mediante resistencia civil corresponde a una forma de acción directa de los ciudadanos, que implica a la vez tanto el ejercicio de una autonomía como la reivindicación de la misma ante invasiones u ocupaciones armadas, dicha política de defensa se entronca con un proyecto más amplio de acción política participativa y democrática. En efecto, la defensa mediante resistencia civil se construye desde abajo, desde las bases ciudadanas y utiliza las mismas formas de acción que son típicas de las luchas por alcanzar metas sociales y políticas: protesta y persuasión, no cooperación e intervención no violenta. De ahí el común denominador de la resistencia civil presente en el accionar tanto de los movimientos sociales viejos y nuevos, como de los movimientos por la liberación nacional, según anotábamos atrás. Adicionalmente, aunque el uso histórico real de políticas de defensa de este tipo se ha dado en escenarios nacionales, su naturaleza misma como política descentralizada y de base democrática sólo es concebible si se construye a partir de los espacios locales. Es en lo local en donde el poder puede ser más efectivamente controlado a través de la participación ciudadana y en donde la conjunción alrededor de mecanismos de acción directa no violenta, entre las luchas políticas y las luchas sociales organizadas, alcanza su expresión más acabada. Y, por supuesto, esa organización social y política es el fundamento necesario e ineludible a partir del cual puede llegar a configurarse una resistencia civil frente a invasiones y ocupaciones armadas.
No sería casual, en este sentido, que las experiencias de resistencia civil respecto de los actores armados que han ocurrido en Mogotes y Caldono, se hayan dado en dos sociedades locales en las cuales, de tiempo atrás, se han venido desenvolviendo proyectos colectivos de autogestión económica y procesos de afirmación de identidades comunitarias y locales (muy manifiestos, por ejemplo, en el caso indígena). ¿Hasta qué punto podemos pensar que dichas expresiones de resistencia y las experiencias de autonomía económica y cultural se retroalimentan mutuamente, en términos de que las formas de autoorganización que asumen estas últimas redundan en actos de autonomía política frente a los violentos, y, a la vez, la autonomía política se imbrica con la autogestión social y económica en el marco de una política, más o menos espontánea, de defensa local mediante resistencia civil? Por supuesto, la respuesta a esta pregunta es algo que desborda el marco de la teoría y que debemos tratar de alcanzar apelando al análisis empírico.
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