El aprovechamiento de fauna silvestre siempre ha estado ligado al desarrollo del ser humano de diferentes maneras, ya sea como fuente de alimento, como compañía, como materia prima para la fabricación de accesorios (pieles y otros productos) o como diversión, siendo un reflejo de las diferencias locales, económicas, culturales, sociales y ecológicas de las diferentes regiones y sistemas socioeconómicos (Ojasti, 1993). Su tráfico y comercialización es uno de los mecanismos de explotación más comunes, involucrando miles de especies silvestres y moviendo miles de millones de dólares por año. Si bien dicho comercio es gran medida legal y aparentemente no representa daños graves a las poblaciones silvestres, una gran proporción es ilegal y se posiciona como uno de los mercados negros más rentable en el mundo, después del tráfico de armas y drogas (WWF 2006). Dicha práctica no solo amenaza la supervivencia de muchas especies que ya se encuentran en peligro de extinción, sino que también proporciona mecanismos de transmisión de enfermedades que pueden originar brotes y afectar animales de interés doméstico, y con ello, el comercio internacional, los medios de vida rurales, las poblaciones de vida silvestre nativa y la salud de los ecosistemas ( WWF 2006; Karesh et al. 2005). Uno de los agravantes para esta práctica es la alta tasa de mortalidad que presentan los individuos capturados producto de las precarias condiciones de manejo y transporte, que como describen Arroyave et al. (2014), alcanzan niveles del 60-80%, lo que supone un mayor impacto a las poblaciones naturales derivado de la necesidad de abastecer la demanda de dicho mercado. Para el caso de Colombia, los reptiles han representado históricamente uno de los taxones más amenazados en términos de ejemplares traficados por especie, siendo los quelonios un grupo particularmente afectado, pues cerca del 37% de las que habitan el territorio continental nacional se encuentran en la actualidad bajo alguna categoría de amenaza (Morales-Betancourt et al. 2015). Adicionalmente, este grupo presenta elevadas cifras de decomiso y entrega voluntaria según lo revelan datos del Ministerio del Medio ambiente colombiano (MMA), quienes ubicaron la tortuga morrocoy (Chelonoidis carbonaria) como uno de los animales con mayor número de ocurrencia de estos eventos, acompañada de la Terecay (Podocnemis vogli), la Hicotea (Trachemys venusta callirostris) y el tití gris (MMA 2002). De esta manera y de la mano de iniciativas como el Plan estratégico de conservación para las tortugas continentales de Colombia (ACH 2011), se ha buscado hacer frente a la problemática, impulsando medidas prioritarias en investigación y conservación que mitiguen las causas de la declinación de las poblaciones naturales. Con el objetivo de apoyar de manera rápida acciones de conservación y manejo para dos especies de tortugas continentales colombianas altamente traficadas, este estudio pretende: (i) Evaluar la diversidad genética y la estructura a lo largo del área de distribución de la Hicotea colombiana Trachemys venusta callirostris (especie Transandina) y para cuatro poblaciones de la tortuga Galapaga Podocnemis vogli (especies cisandina), usando marcadores moleculares de rápida evolución; microsatélites, ADN nuclear. ii) Determinar si existen diferentes unidades demográficas que correspondan a unidades manejo de acuerdo con la estructura genética identificada y iii) Evaluar parámetros demográficos importantes como el flujo genético a largo y corto plazo, cuellos de botella antiguos o recientes y posibles expansiones para las poblaciones identificadas.